70 Aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos V

Guillermo García
Los derechos humanos ante las crisis capitalistas
Papeles de Relaciones Ecosociales y Cambio Global, núm. 118, verano 2012, pp. 141-155.

El conjunto de los derechos humanos posee una dimensión y un carácter históricos, por lo que reflejan el grado de conciencia y de consenso logrados en un momento determinado, dando respuesta a una problemática y unas circunstancias históricas concretas, en torno al ideal de justicia social. La principal cuestión que se plantea aquí y ahora es: ¿pueden los derechos humanos hacer frente al capitalismo y sus crisis? Más aún: ¿son compatibles dichos derechos con el régimen económico actualmente imperante?

Se suelen citar como derechos de primera generación a los derechos civiles y políticos, o derechos de libertad, por ser principalmente de esta naturaleza los derechos proclamados en las primeras declaraciones de derechos humanos, entonces también denominados derechos “naturales”. Son derechos proclamados frente a los regímenes despóticos y monárquicos. Así, por ejemplo, el inicial y parcial reconocimiento de la libertad de cultos fue en principio decisivo para acabar con las guerras que tomaron como pretexto la religión en la Europa renacentista. Sin embargo, se trataba sobre todo de derechos reivindicados por la burguesía emergente frente a las trabas al libre comercio procedentes de los regímenes estamentales y semifeudales que se remontaban a la Edad Media, destacando el “sagrado” derecho a la propiedad privada.

Según las doctrinas liberales, dichos derechos exigen sobre todo la abstención por parte de los poderes públicos, sin embargo, una reflexión más atenta deja entrever que esta “abstención” es una más de las falacias de las ideologías liberales y neoliberales para tratar de legitimar el régimen económico fomentado por los burgueses, es decir, el capitalismo, presentándolo no como tal, sino como democracia y Estado de Derecho. De este modo, los regímenes capitalistas se van imponiendo inicialmente por Europa y América del Norte, a la par que la denominada “modernidad”. En su versión más democrática, los derechos civiles y políticos son oponibles a los poderes públicos y privados, así como a otros individuos, con el fin de hacer respetar la esfera individual de cada cual.

   Los derechos de segunda generación, en cambio, sí exigen claramente de los poderes públicos su intervención, con objeto de que los individuos, particularmente los más pobres y desfavorecidos, puedan hacer efectivos sus derechos, dado que carecen de medios y recursos para lograrlo por sí solos. Son los denominados derechos económicos, sociales y culturales, o derechos de igualdad, que fueron surgiendo a lo largo de los siglos XIX y XX al calor de las luchas obreras frente a las duras condiciones laborales impuestas por la burguesía capitalista. Su plasmación incipiente en textos legales puede observarse, por ejemplo, con motivo de la revolución de 1848 en Francia o el reconocimiento de determinados seguros sociales en la Alemania de finales del siglo XIX. Sin embargo, fueron las revoluciones soviética y mexicana, a principios del siglo XX, los acontecimientos decisivos para que estos derechos comenzaran a ser reconocidos en diferentes constituciones y ordenamientos jurídicos de distintos países.

   Por su parte, los derechos humanos de tercera generación también han surgido tras la toma de conciencia y la movilización para lograr una mejor calidad de vida y un mayor bienestar, así como para fortalecer la convivencia pacífica. Se trata del derecho de los pueblos a autodeterminarse, frente al colonialismo y al neocolonialismo (neoliberalismo); del derecho a la paz, contra la guerra; del desarrollo para todos, contra la pobreza; de la asistencia humanitaria en cualquier parte del mundo ante situaciones de extrema gravedad (catástrofes, conflictos bélicos, etc.); de un medio ambiente sano frente al deterioro grave de nuestro entorno natural, así como de la existencia de un patrimonio común de la Humanidad, natural e histórico, que debe preservarse. Se suele decir que los derechos de tercera generación hacen hincapié en la necesaria solidaridad o fraternidad que debe existir entre los seres humanos para hacer respetar y proteger los valores y aspiraciones que se consideran comunes a todos, es decir, universales. Para ello se requiere la contribución y la cooperación por parte de todos los individuos y de todos los pueblos en un esfuerzo común y coordinado y, por consiguiente, se reconoce la existencia de una responsabilidad solidaria y conjunta por parte de todos, con el fin de hacer realidad dichos derechos y valores comunes o universales.

En este sentido, en mi opinión, las características específicas señaladas para las distintas generaciones de derechos humanos, es decir, la “oponibilidad” para los derechos de la primera generación (civiles y políticos), la “exigibilidad” para los de la segunda (derechos económicos, sociales y culturales), y la “solidaridad” para los de la tercera confluyen en las tres generaciones. Es decir, todos los derechos humanos son oponibles, exigibles y requieren de la solidaridad y de la cooperación para hacerlos efectivos. De este modo, lo singular de cada una de las generaciones de derechos humanos no es solamente la incorporación de nuevos derechos, sino también la incorporación de nuevos modos de concebir, interpretar y aplicar tanto los nuevos derechos como los tradicionales. Así, por ejemplo, los derechos civiles y políticos (primera generación) no deben interpretarse y aplicarse de manera individualista y exclusivista, tal y como plantean las doctrinas liberales clásicas y neoliberales, sino que deben ser compatibles con los derechos de segunda (derechos económicos, sociales y culturales) y de tercera generación (derecho a la autodeterminación, a la paz, al desarrollo, a un medio ambiente sano y al patrimonio común de la humanidad).


Por esta razón, los derechos civiles y políticos no requieren solamente la “abstención” de los poderes públicos, pues entonces solo podrían hacerlos efectivos aquellos titulares que posean recursos suficientes para hacer valer por sí solos tales derechos, sino que también requieren la intervención de los poderes públicos en aquellos casos en que sus titulares carezcan de dichos recursos. Es el caso, por ejemplo, del derecho de tutela judicial, el cual cada vez es más evidente que sólo los más privilegiados pueden hacerlo valer de manera efectiva, por medio de un asesoramiento jurídico cada vez más especializado y costoso. Las disposiciones legales en materia de “abogados de oficio” o de “costas judiciales” son notoriamente insuficientes y los recursos presupuestarios asignados para ello más insuficientes aún. Además, son escasos los jueces sensibles a esta situación. Consecuencia de ello es que mientras quien tiene sobrados motivos para recurrir a la justicia no puede hacerlo en muchas ocasiones por falta de recursos, en cambio, los más privilegiados no dudan en hacerlo con motivo o sin él.

Por otra parte, para reivindicar y hacer valer los derechos económicos, sociales y culturales es necesario ejercer determinados derechos y libertades fundamentales que se ubican entre los derechos civiles y políticos, como la libertad de pensamiento, de opinión, de expresión, de reunión, de asociación, etc., lo que implica que los poderes públicos deben abstenerse de impedir el ejercicio de tales derechos aunque sí es exigible que intervengan para que otros individuos o grupos no lo impidan. Los individuos y grupos que configuran una comunidad organizada deben contribuir solidariamente, según las posibilidades y recursos de cada cual, con el fin de establecer unos poderes públicos con medios y recursos suficientes para hacer efectivos los derechos humanos para todos de manera equitativa.

La libertad, la igualdad y la solidaridad son conceptos entrelazados e interdependientes en la medida en que no se puede entender ni hacer realidad cualquiera de ellos aisladamente, es decir, sin tener en cuenta los otros. Pretender lo contrario e interpretar antagónicamente uno de ellos respecto de los otros (por ejemplo: la libertad contra la igualdad y la solidaridad) constituye una de las características de las doctrinas liberales y neoliberales de los derechos humanos. Así, mientras una minoría privilegiada pregona las excelencias de la libertad individual, principalmente la de enriquecerse sin límites, otra parte de la humanidad, mucho más numerosa, carece de lo más mínimo para poder vivir dignamente. De ahí la pertinencia de postular las características de cada una de las generaciones de derechos huma- nos como propias de todos los derechos humanos.

La “tercera generación”

Como se ha indicado, los derechos humanos de tercera generación se refieren básicamente al derecho de los pueblos a la autodeterminación, a la paz, al desarrollo humano, al medio ambiente (desarrollo ecológicamente sostenible), al patrimonio común de la humanidad y a la asistencia humanitaria. Son necesarias la solidaridad y la cooperación de todos, en un esfuerzo común y coordinado para hacerlos efectivos, y su nombre se debe a que la solidaridad se corresponde con el ideal de fraternidad que completa la trilogía de la Revolución francesa de 1789: «Libertad, igualdad y fraternidad». Asimismo, la Declaración de los Derechos Humanos (DUDH) de 1948, en su artículo primero prescribe que «todos los seres humanos deben comportarse fraternalmente los unos con los otros».

Respecto de estos derechos, procede señalar que la Carta Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos es un texto pionero en prestar especial atención a derechos humanos como el derecho a la paz y al desarrollo, y a que los derechos civiles y políticos no sean disociados de los derechos económicos, sociales y culturales, además de reafirmar el derecho de autodeterminación de los pueblos y la lucha contra todo tipo de colonialismo. Se trata, sin duda, del texto más avanzado en materia de derechos humanos y, junto con el precedente del artículo primero –común– del Pacto de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP) y del Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC), ambos adoptados por la Asamblea General de Naciones Unidas el 16 de diciembre de 1966, donde se reconoce el derecho de libre determinación de los pueblos, así como el de proveer a su desarrollo, constituyen así la entrada en escena de los derechos humanos de tercera generación.

En efecto, el derecho de autodeterminación de los pueblos se reconoce claramente en el primer artículo de los Pactos de Derechos Humanos de 1966 mencionados, fruto de la larga lucha de los pueblos colonizados del Tercer Mundo por su independencia política, que consiguieron muchos de ellos en los decenios de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo. Ello les permitió lograr una amplia mayoría en la Asamblea General de Naciones Unidas y ya en 1960, el 14 de diciembre, dicha Asamblea aprobó la Resolución 1514(XV) titulada “Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales”, preludio del citado artículo, el cual prescribe:

«Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación. En virtud de este derecho establecen libremente su condición política y proveen asimismo a su desarrollo económico, social y cultural».

En lo que se refiere al derecho a la paz, en la Carta de las Naciones Unidas, tanto en su preámbulo como en su artículo primero, por ejemplo, se destaca la importancia de la paz y de la seguridad internacionales como contexto necesario para hacer efectivos los derechos humanos. Esta evidencia es reiterada en numerosos textos y declaraciones de alcance internacional, como fue el caso de la I Conferencia Mundial de los Derechos Humanos (Teherán, 1968) y la II (Viena, 1993). Asimismo, existe la Declaración de la Asamblea General de las Naciones Unidas relativa al Derecho de los Pueblos a la Paz, que resulta ser una de las declaraciones más breves de las Naciones Unidas, y en ella se subraya el estrecho vínculo entre la paz y los derechos humanos.


Respecto del derecho al desarrollo, además del citado primer artículo común a los Pactos de Derechos Humanos de 1966 (PIDCP y PIDESC), debe mencionarse la Declaración sobre el Derecho al Desarrollo (DDD), adoptada mediante la Resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas del 4 de diciembre de 1986, donde se considera el derecho al desarrollo como:

«un derecho humano inalienable en virtud del cual todos los seres humanos y todos los pueblos tienen derecho a participar en un desarrollo económico, social, cultural y político en el que pue- dan realizarse plenamente todos los derechos humanos y libertades fundamentales, y a beneficiarse de este desarrollo» (artículo 1).

En cuanto al derecho al medio ambiente, estrechamente vinculado a la idea de “desarrollo sostenible”, su origen se remonta a 1972 con motivo de la Conferencia sobre Medio Ambiente celebrada en Estocolmo y se consolida en 1992 con motivo de la Conferencia sobre Medio Ambiente y Desarrollo, celebrada en Río de Janeiro, donde se adoptan en mayor o menor grado las conclusiones del Informe “Brundtland” relativas a la sostenibilidad ecológica, es decir, deben satisfacerse las necesidades de las generaciones presentes sin poner en riesgo la posibilidad de las generaciones futuras de satisfacer las suyas. Ello exige un uso racional y no abusivo de los recursos naturales o medioambientales disponibles en el presente. Estas conclusiones se han corroborado en la Conferencia sobre medio ambiente y desarrollo celebrada en Johannesburgo en 2002. Actualmente, las tesis más avanzadas proponen incluso el decrecimiento de la producción y el consumo en los países más ricos e industrializados y de las clases más privilegiadas, quienes han alcanzado sobradamente un nivel de vida desahogado.

El patrimonio común de la humanidad también constituye un derecho en la medida en que los bienes comunes de la humanidad deben ser para disfrute de todos y, por lo tanto, no privatizables. A este respecto, existe en el marco de la Organización de las Naciones Unidas para la Ciencia, la Educación y la Cultura (UNESCO), la Convención para la protección del Patrimonio Cultural y Natural del Mundo, adoptada por su Conferencia General el 16 de noviembre de 1972 y ratificada por 184 Estados. Asimismo, también en el marco de la UNESCO, existen la Convención sobre las medidas que deben adoptarse para prohibir e impedir la importación, la exportación y la transferencia de propiedad ilícitas de los bienes culturales de 1970 y la Convención para la salvaguardia del patrimonio cultural inmaterial de 2003.

Y en cuanto al derecho a la asistencia humanitaria, debemos remitirnos a labores como las que realizan la Cruz Roja y al derecho internacional humanitario, con base en la Convención de La Haya (1907), de Ginebra (1949) y sus protocolos (1977). Asimismo, es de resaltar la labor que se realiza desde el sistema de las Naciones Unidas por parte del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados y la Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios. Debe señalarse que se trata del derecho a ser asistido en casos como catástrofes naturales (terremotos, huracanes, por ejemplo) o humanas (guerras, epidemias, hambrunas u otras) y no de “injerencia humanitaria”, como distorsionadamente quieren interpretar ciertas potencias militares para tratar de legitimar intervenciones militares que obedecen más bien a sus particulares intereses geoestratégicos.

Como se ha dicho, la trilogía de la Revolución francesa de 1789, «libertad, igualdad y fraternidad», se utiliza para clasificar los derechos humanos según generaciones, aunque ello resulte un tanto artificioso. En este sentido, los derechos de primera generación, es decir, los civiles y políticos, se corresponderían con la libertad; los de segunda generación, es decir, los económicos, sociales y culturales, se corresponderían con la igualdad, y los de tercera generación, que acabamos de mencionar, con la fraternidad o solidaridad. Esto puede resultar un tanto esquemático, pero no por ello deja de ser orientativo y didáctico de cara a comprender que todos los derechos humanos conforman un conjunto unitario por ser indivisibles e interdependientes en su elaboración, interpretación y aplicación, además de dar una idea aproximada de su cronología, en particular frente a la visiones liberales individualistas y neoliberales, que discriminan unos derechos humanos respecto de otros, y que predominan en los países ricos y en las clases privilegiadas. Esto se refleja en el hecho de que los derechos civiles y políticos, sobre todo los derechos mercantiles y de propiedad, poseen muchos más mecanismos de protección y promoción que el resto tanto en el ámbito del derecho internacional como interno de los distintos Estados.

La actual crisis del capitalismo

Las espasmódicas y recurrentes crisis que acompañan a los procesos de acumulación de capital desde los inicios históricos del capitalismo siempre han repercutido sus peores con- secuencias en las poblaciones más desfavorecidas e indefensas: paro y precariedad laborales, aumento de las desigualdades económicas y sociales, empobrecimiento, etc. La aguda crisis actual en los países ricos no es una excepción y ha puesto en evidencia las consecuencias previsibles, pero negligentemente ignoradas, de la excesiva especulación financiera por parte de los bancos y empresas transnacionales privados, quienes en connivencia con muchos dirigentes estatales y gubernamentales, una vez más, han evitado su colapso mediante la expropiación de cuantiosos fondos del sector que consideran “obsoleto” –el sector público– sin reconocer el fracaso de las medidas pro sector privado que han impuesto y siguen imponiendo bajo la estela de una de las nociones emblema de la globalización neoliberal: la gobernanza. De este modo, aseguran la continuidad de las formas de dominación neocoloniales por todo el planeta.

En efecto, dicha crisis tiene como epicentro el mundo financiero y repercute en todos los ámbitos económicos y sociales. Afecta de lleno al núcleo de las fuerzas dominantes de la metrópoli capitalista, donde se ubican los grupos hegemónicos del sistema económico mundial. En efecto, se trata de una crisis financiera cuyas causas tienen mucho que ver con la actividad predominantemente especulativa a la que se dedican los grandes bancos y empresas transnacionales de los países ricos, facilitada por uno de los emblemas de la globalización neoliberal, es decir, la libertad de circulación de capitales y la consiguiente “financiarización” de la economía. De este modo, el desmesurado incremento de capital en circulación no se corresponde en absoluto con la economía real o productiva.

En lo que se refiere a los países empobrecidos del Tercer Mundo, dicha libertad de circulación de capitales favorece todo tipo de capitales especulativos dispuestos a abandonar los países de “alto riesgo” (es decir, los más empobrecidos) con la misma rapidez que entraron, es decir, a la mínima señal de “alarma”, hundiendo aún más en la miseria a los más pobres. Esto sucedió en el decenio de los noventa en los países entonces denominados “tigres asiáticos” (Tailandia, Indonesia, Taiwán, Corea, etc.), elogiados desde la metrópoli como modelo de crecimiento económico y “prueba” del éxito de las políticas neoliberales. Dicha crisis se simultaneó con otras similares en América Latina (México, Brasil, Argentina) y en países como Rusia y Turquía, ante la pasividad y complicidad de las instituciones financieras internacionales (FMI, BM).

Por otra parte, puede producirse un aumento de las industrias de exportación con mayor acceso a los mercados mundiales, pero sin integrar en el proceso de crecimiento a los sectores más empobrecidos y sin superar una estructura económica dual. Es más, dicho crecimiento viene acompañado habitualmente de crecientes desigualdades económicas y sociales, así como de una concentración cada vez mayor de la riqueza en élites privilegiadas, sin mejorar los índices de desarrollo social, educación, salud, igualdad de género y protección ambiental. Asimismo, dicho crecimiento económico continúa destruyendo los ecosistemas naturales y deteriorando el medio ambiente y el clima de manera acelerada, sin tener en cuenta que los recursos naturales son limitados y que el aumento de la explotación huma- na va en contra de la dignidad y del disfrute de todos los derechos humanos por parte de todos, principalmente de los más vulnerables y desfavorecidos.

Existe también la responsabilidad de los Estados de los países empobrecidos, los cuales, al igual que los Estados de los países más ricos, suelen estar férreamente controlados por poderes oligárquicos aunque posean formal y abstractamente apariencias democráticas, como por ejemplo celebrar elecciones periódicamente mediante las cuales se suceden en el Gobierno partidos cuyos dirigentes suelen estar estrechamente vinculados con dichos poderes oligárquicos y que asimismo disponen de los grandes medios de comunicación públicos y privados. Estas oligarquías locales, para su supervivencia, necesitan subordinarse a las oligarquías “globales” que dominan los Estados más ricos e industrializados y, consiguientemente, las instituciones financieras y comerciales internacionales, así como los bancos y las empresas transnacionales. Esto explica por qué los Gobiernos de los países más pobres se dejan embaucar fácilmente por especuladores internacionales que buscan su exclusivo beneficio, sin procurar la unidad, dejándose llevar por rivalidades pueriles, autorizando inversiones improductivas o puramente suntuarias, fácilmente criticables, y que sirven de pretexto a una política de regresión de la ayuda y de la asistencia al desarrollo.

En cualquier caso, las crisis periódicas y repetitivas del capitalismo se suceden cíclicamente y le son consustanciales. Ahora le ha tocado el turno a la “metrópoli”. Por su propia naturaleza, el capital privado “financiarizado” se inclina por la mayor rentabilidad en el menor plazo y por la garantía de que las ganancias así obtenidas sean “repatriadas” a sus lugares de origen en vez de reinvertirse allá donde se obtuvieron dichas ganancias. Paradójicamente, quienes tanto abogan por reducir los gastos sociales y por la disminución de la intervención de los poderes públicos con fines redistributivos se encuentran ahora con los bolsillos repletos de dinero público gracias a decisiones de dirigentes políticos que, una vez más, obedecen a quienes realmente les han colocado en dicho puesto. Si se hubieran aplicado a sí mismos las normas “gobernancistas” que tanto han promovido y preconizado los bancos y las empresas transnacionales para los menos “competitivos”, pura y simplemente hubieran desaparecido por “incompetentes”.

Más grave aún es que los poderes públicos que tan generosamente se han comportado con las entidades privadas abocadas a la bancarrota por su nefasta gestión (gobernanza) no hayan exigido apenas responsabilidades civiles y penales a sus directivos, quienes además suelen cobrar sumas astronómicas como indemnización por su cese mientras que, por otro lado, no dudan en facilitar el “despido libre” de sus trabajadores para “reducir costes”. Asimismo, dichos poderes públicos están disminuyendo la tributación de las rentas más altas, pero no la de las rentas más bajas, cargando sobre estas últimas la “factura” de la crisis: socialización de pérdidas frente a privatización de ganancias.

Y más grave aún es que los cuantiosos recursos recibidos así de generosamente se hayan concedido sin exigir prácticamente nada a cambio, es decir, no sólo sin exigir responsabilidades por actuaciones notoriamente negligentes en el pasado, sino sin tan siquiera obligar a que se lleven a cabo las profundas reformas estructurales requeridas en el funcionamiento de los bancos y empresas transnacionales que eviten que en el futuro vuelvan a repetirse los mismos hechos o similares, lo cual implicaría reconocer el fracaso de las políticas neoliberales pro sector privado. Sin embargo, tal reconocimiento jamás se producirá mientras dicho fracaso siga pagándose con dinero público, tal y como está sucediendo con la crisis actual. Otro ejemplo histórico más de cómo el capitalismo se sirve del Estado para perpetuarse y fortalecerse.

En definitiva, la correlación de fuerzas actual permite a los más ricos y poderosos no solo pasar la factura de la crisis a los que menos culpa tienen, sino que dicha crisis sirve de pre- texto para acelerar y profundizar la contrarrevolución en la metrópoli capitalista sobre todo a partir de la crisis de los años setenta del pasado siglo, con la entrada de Reagan en el Gobierno de EE UU y de Thatcher en el de Gran Bretaña, previo ensayo de laboratorio en el aterrorizado Chile de Pinochet. Dicha contrarrevolución y sus consiguientes contrarreformas consisten básicamente en mermar y erosionar paulatinamente el Estado de bienestar y los avances y derechos sociales logrados tras la segunda guerra mundial mediante políticas económicas redistributivas de corte keynesiano, aunque siempre sometidas a relaciones de producción, comercio y consumo capitalistas.

A ello hay que añadir el imprescindible componente militar que acompaña y hace posible la actual globalización o mundialización (imperialismo neocolonial) del capitalismo neoliberal, es decir, una potente industria militar que nutre permanentemente a unos ejércitos dispuestos a guerrear en todo momento en cualquier parte del mundo, tanto porque es uno de los negocios más lucrativos1 como porque es la manera de imponer un régimen económico como el capitalismo, así como sus derivados imperiales y coloniales, a todos los pueblos del mundo al margen de su voluntad soberana. De hecho, el presupuesto de “defensa” de EE UU –potencia militar dominante del mundo actual, con una enorme ventaja sobre el resto, y principal promotor de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), principal “interventor” militar en el planeta–, aumentó desde unos 300 mil millones de dólares en el año 2000 a más de 700 mil millones en 2009, manteniéndose en 2012 esta cifra a pesar de la profunda crisis económica en dicho país. Paralelamente, el coste de las operaciones de la OTAN desde 2005 se ha cuadriplicado.

Alternativas a las crisis capitalistas desde los derechos humanos

En primer lugar, hay que destacar la prioridad de disponer de servicios sociales básicos al alcance de todos, principalmente para los más pobres, lo cual constituye un elemento esencial en cualquier estrategia de lucha contra la pobreza. Estos servicios sociales deben comprender, por ejemplo, la alimentación suficiente, la atención sanitaria, la educación básica, la salud de la reproducción y la planificación familiar, el abastecimiento de agua potable y el saneamiento en viviendas adecuadas, entre otros. Para ello se requiere, en general, la elaboración y aplicación de medidas a escala nacional e internacional para, por un lado, movilizar los recursos técnicos, económicos y humanos necesarios en pro del modelo de desarrollo humano y ecológicamente sostenible y, por el otro, la protección y promoción de los derechos e intereses de los individuos y grupos más vulnerables y desfavorecidos.

En este sentido, y con el fin de establecer unas relaciones comerciales más justas y equilibradas entre países ricos y pobres, deben fomentarse propuestas como el ALBA (Alternativa Bolivariana para las Américas) frente a la Organización Mundial del Comercio (OMC) o sus sucedáneos a escala regional o continental, como el ALCA (Asociación para el Libre Cambio de las Américas), que promueven EE UU y sus empresas transnacionales. En efecto, el ALBA está mucho más enfocado a satisfacer necesidades sociales y a cumplir los objetivos propios del desarrollo humano. Para ello se prevé destinar buena parte de los beneficios que se obtienen de la explotación de recursos naturales, como el petróleo u otros que abundan en la zona, así como de su incipiente desarrollo industrial.


Otros ejemplos de un modo diferente de comerciar al actualmente predominante son las redes comerciales alternativas creadas por algunas organizaciones no gubernamentales y movimientos sociales para suministrar productos a las tiendas de comercio justo o comercio solidario, es decir, tiendas donde se venden y distribuyen productos procedentes de los países del Tercer Mundo que respeten ciertas exigencias medioambientales y laborales. Uno de los propósitos de esta labor consiste en negar que el comercio deba basarse exclusivamente en obtener la máxima rentabilidad al mínimo coste, por delante de los valores humanos y de unas condiciones dignas de trabajo con salarios justos. Asimismo, se pretende establecer unas estructuras comerciales al servicio de las necesidades reales de las distintas poblaciones y no de un consumismo irracional e irresponsable, inducido por una publicidad tan superficial como engañosa, que facilita el exceso y el despilfarro.

Las condiciones que deben exigir estas tiendas de comercio justo giran, por ejemplo, en torno a requisitos como la sostenibilidad medioambiental de su producción y el respeto de los derechos laborales y fundamentales de los trabajadores. Este comercio alternativo posee también un valor simbólico y pedagógico para los ciudadanos de los países ricos con objeto de que adquieran conciencia de que en ocasiones detrás de un producto o marca pro- movida con un gran aparato de publicidad por una empresa transnacional se esconden actividades productivas altamente contaminantes, condiciones de trabajo insalubres o sobreexplotación laboral, incluida la infantil, con la consiguiente negación de derechos fundamenta- les y jornadas de trabajo excesivamente prolongadas y con unos salarios muy reducidos. En este sentido, en ocasiones estas redes de ONGD han llegado incluso a organizar campa- ñas de denuncia y boicot contra algunas de estas empresas. Así, por ejemplo, pueden citarse como pioneras las campañas contra las empresas que comerciaban con la Sudáfrica del apartheid.

En lo que se refiere a la deuda externa de los países del Tercer Mundo, serían necesarias medidas encaminadas a abolir o anular, y no sólo “aliviar” o “aligerar”, la deuda externa de los países más pobres. En este sentido, deberían llevarse a cabo auditorías para determinar el origen de dicha deuda, pues en gran parte es de naturaleza odiosa e ilegítima, por ser fruto de decisiones y actos ilícitos y fraudulentos cometidos por gobernantes corruptos y altos cargos de instituciones internacionales, así como de empresas y bancos transnacionales, para su exclusivo beneficio. Asimismo, debería anteponerse la satisfacción de las necesidades básicas o fundamentales de la población al reembolso de la deuda externa a la hora de asignar los recursos presupuestarios públicos e incluso, si procede, alegar el estado de necesidad o de fuerza mayor debido a la escasez de dichos recursos para sus- pender el reembolso de la citada deuda.

Una alternativa de sumo interés consiste en la creación de un Banco del Sur para los países del Tercer Mundo, de modo que puedan colocar sus reservas de divisas en él y no en bonos del Tesoro de EE UU o de otros países ricos. Dicho banco debe proteger a los países pobres contra los ataques especulativos por parte de capitales procedentes de los países ricos y ayudarles en sus problemas de liquidez, es decir, una especie de “FMI del Sur”. En este sentido, el Banco del Sur también tendría como objetivos, por ejemplo, romper la dependencia y subordinación de los países periféricos respecto del mercado financiero internacional y canalizar las inversiones, el ahorro interno y, en general, todos sus recursos en función de su propio desarrollo y de las necesidades reales de su población, en particular de los más desfavorecidos. Debe tratarse de un banco público alternativo al BM y al FMI y estaría financiado principalmente por aportaciones de los Estados miembros a las que podrían añadirse ingresos fiscales obtenidos mediante impuestos internacionales. Los destinatarios de los créditos y donaciones del Banco del Sur deben ser prioritariamente instituciones o empresas públicas prestatarias de servicios públicos y, en todo caso, debe evitarse que dicho Banco se utilice para administrar o reembolsar el servicio de la deuda externa. Por último, destacar la importancia de que dicho Banco esté bajo control popular y democrático, al igual que las auditorías de la deuda externa, por lo que los parlamentos, si son verdaderamente representativos del conjunto de los ciudadanos y no de las élites locales y sus partidos, deben jugar un papel relevante.

Asimismo, procede recordar las estrategias diseñadas en las sucesivas proclamaciones de decenios para el desarrollo desde los años sesenta del pasado siglo en el marco de las Naciones Unidas, marginadas y olvidadas por los Estados de los países ricos, entre las que pueden encontrarse propuestas que siguen estando de plena actualidad, como las siguientes:

– Deben aplicarse, principalmente por parte de los países más ricos, políticas económicas racionales que no favorezcan los movimientos de capital especulativo e incontrolado, labor en la que deberían empeñarse las instituciones financieras internacionales como el FMI, el BM, junto con la OMC, estrechando su colaboración con el sistema de las Naciones Unidas y aportando sus cuantiosos fondos para establecer un entorno económico internacional dinámico y propicio que incluya un sistema comercial multilateral abierto, basado en normas, equitativo, seguro, no discriminatorio, transparente y previsible, así como la promoción de la inversión y la transferencia de tecnología y conocimientos.

– Deben adoptarse medidas encaminadas a promocionar un nivel adecuado de ahorro, mediante políticas fiscales y monetarias apropiadas y sistemas tributarios eficaces y justos, así como una asignación de recursos presupuestarios que no vaya en detrimento del gasto público, en favor de los derechos sociales de los sectores más vulnerables y desfavorecidos, y sí en pos de una reducción de los gastos militares y del comercio y adquisición de armas.


Ambas propuestas implican un giro radical en las políticas comerciales promovidas hasta ahora por la OMC y sus sucedáneos, así como en las políticas de “ajuste” o “contra la pobreza” impulsadas por el FMI y el BM –y más recientemente en los países europeos el BCE– junto con las empresas y bancos transnacionales y los Estados de los países ricos. Por ello, es necesario reformar a fondo dichas instituciones internacionales o reemplazarlas por otras más democráticas. Asimismo, debe establecerse un marco jurídico internacional de obligado cumplimiento que regule la actividad de las empresas y bancos transnacionales y no un mero “código de buenas prácticas” fijado y supervisado por ellos mismos. También deben establecerse sistemas de tributación internacional, es decir, normas y obligaciones plenamente jurídicas, y no meras donaciones, para financiar programas de desarrollo. En particular, dichos sistemas tributarios internacionales deben ser plenamente aplicables en los denominados paraísos fiscales.2

Una vez más, procede reiterar el compromiso de los países ricos de destinar el 0,7% de su PNB a AOD para estimular el desarrollo de los países pobres y, de este, dedicar al menos el 0,15% (20% del 0,7%) para los países más pobres (Países Menos Adelantados), concretamente para programas y proyectos de desarrollo encaminados a lograr el acceso universal a servicios públicos que permitan la satisfacción de las necesidades básicas y a combatir los peores efectos de la pobreza. Otra alternativa relevante se refiere al desarme: si se llevaran a cabo políticas para hacerlo efectivo, ello permitiría canalizar hacia políticas de desarrollo una enorme cantidad de recursos.

Estas medidas deben ser acompañadas de la aplicación de políticas económicas y sociales que favorezcan sobre todo a los más necesitados, así como fomentar la capacidad técnica y las infraestructuras físicas e institucionales necesarias para llevar a cabo dichas políticas. A estos objetivos debería dedicarse gran parte de la ayuda al desarrollo por parte de los países más ricos. En particular, deben emprenderse medidas específicas para combatir las enfermedades que causan un elevado número de vidas humanas (sida o malaria, por ejemplo), así como para reducir los efectos desmesurados de los desastres y catástrofes naturales en los países más empobrecidos.

Por último, recordar los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), acordados en la Cumbre del Milenio de las Naciones Unidas, celebrada en Nueva York en septiembre del año 2000. En dichos objetivos los líderes mundiales (participaron en total 189 Estados) fijaron una serie de metas a lograr en plazos definidos y cuyo progreso hacia su realización fuera mensurable. Dichas metas y objetivos consisten básicamente en la lucha contra la pobreza, el hambre, las enfermedades endémicas, el analfabetismo, el deterioro del medio ambiente y la discriminación contra la mujer. Posteriormente, en la Cumbre sobre el Desarrollo Sostenible, celebrada en Johannesburgo en el año 2002, se insistió particularmente en las metas encaminadas a reducir el número de personas que carecen de acceso al agua potable y a un saneamiento e higiene básicos en sus viviendas, entre otros.

Sin embargo, múltiples han sido las voces que han venido manifestando su pesimismo respecto del logro de dichos objetivos para el año 2015, en la medida en que no están llevándose a cabo profundas reformas en el proceso de globalización o mundialización económica actual, el cual no hace sino ahondar más y más la desigualdad y la brecha entre ricos y pobres no sólo a escala mundial, sino también en el interior de cada país, incluidos los más ricos e industrializados.

Conclusión

En un mundo como el actual resulta pertinente reivindicar políticas económicas que permitan hacer efectivos todos los derechos humanos y para todos, en particular para los más vulnerables y desfavorecidos. En este sentido, adquieren particular relevancia los denominados derechos humanos de tercera generación: el derecho a no ser pobre, es decir, al desarrollo humano, lo cual no implica más crecimiento económico, sino más equidad en el reparto de la riqueza. Asimismo, el derecho a un medio ambiente sano y a preservarlo ante el deterioro grave y progresivo del conjunto de los ecosistemas planetarios, lo cual implica el decrecimiento de la productividad y del consumismo embrutecedor, suntuario y despilfarrador de los más privilegiados; el derecho al patrimonio común de la humanidad que, asimismo, debe preservarse y del que debemos beneficiarnos todos, en contra de su privatización; el derecho de asistencia humanitaria ante situaciones de extrema gravedad (desastres naturales, conflictos bélicos u otros), y, por último, el derecho a la paz, contra la guerra y contra el aumento de los gastos militares, en pro de un desarme progresivo.

Estos derechos también se denominan derechos de solidaridad porque mediante ellos se pone de relieve la necesaria cooperación y solidaridad que debe existir entre todos los seres humanos a la hora de respetar, proteger y promover aquellos valores y aspiraciones que se consideran comunes a todos, es decir, universales. En efecto, se requiere la contribución de todos los individuos y de todos los pueblos en un esfuerzo coordinado, conscientes de la existencia de una responsabilidad común y solidaria, así como el espíritu de cooperación necesario para hacer efectivos dichos derechos, aunque ello parezca cada vez más difícil en el contexto de una mundialización o globalización que, en general, prima y fomenta más bien lo contrario, es decir, la competitividad, la confrontación, el egoísmo y la unilateralidad, todos ellos valores inherentes al capitalismo.

Ello exige nuevas maneras de organizarse y comunicarse, revolucionarias, más democráticas, alternativas y capaces de hacer frente a las gigantescas burocracias –más “verticalizadas” que centralizadas– en los ámbitos empresariales, sindicales, partidistas y mediáticos, y que hegemonizan el régimen político actual, subordinado en su conjunto a los intereses del capitalismo transnacional globalizado. Es decir, se trata de fomentar la movilización de la sociedad desde su base, con el fin de crear la fuerza social que permita promover políticas alternativas al capitalismo y a sus derivados imperiales, coloniales y neocoloniales, así como potenciar organizaciones democráticas, plurales, diversas y alternativas a las burocracias paralizantes y sumisas al capital.

Guillermo García es doctor en Derecho, especializado en derechos humanos y desarrollo

NOTAS

1. En 2009, la venta de armas en el mundo alcanzó la cifra de 401 mil millones de dólares EE UU, excluyendo a China y a las empresas de Kazajstán y de Ucrania, que no suministran datos al respecto, según el Instituto Internacional de Investigación sobre la Paz de Estocolmo (SIPRI). Entre las diez primeras empresas vendedoras de armas se encuentran siete estadounidenses.

2. Un paraíso fiscal es un lugar donde no existen impuestos o no existe transparencia en materia fiscal. Por ejemplo, no se auto- riza el intercambio de información fiscal y existen normas e instituciones paralelas reservadas a los no residentes (bancos offshore) aunque no desarrollen ninguna actividad en dicho lugar, unido a una estricta aplicación del “secreto bancario”. Casi todos los Estados europeos disponen de algún paraíso fiscal, incluso dentro de su propio territorio, y casi la mitad de los existentes en el mundo poseen bandera británica.