Soberanismo, globalización y comercio internacional

¿Hacia una nueva era?, Papeles de Relaciones Ecosociales y Cambio Global, núm. 138, verano 2017.

Albert Recio, «Soberanismo, globalización y comercio internacional. Tras el Brexit y el unilateralismo de Trump.»

El artículo, que fue publicado en el ESPECIAL de este número, forma parte de una reflexión sobre la regulación de la política internacional y las posibilidades del soberanismo y puede leerse, a continuación, a texto completo.

El soberanismo aparece como una alternativa a la globalización neoliberal aunque puede formularse de muchas formas y con intereses diversos. En la izquierda se ha planteado en términos de un conflicto entre democracia y autoritarismo neoliberal. Es, por ejemplo, la forma en la que se desarrolló el debate alrededor del referéndum griego, o cómo lo argumentan los partidarios de romper con el euro. Y forma parte del planteamiento de toda la gente de izquierda que con mayor o menor entusiasmo apoya el proceso independentista catalán. En la derecha toma claramente la forma de un nacionalismo excluyente plasmado en el triunfo del Brexit británico y en las elecciones presidenciales norteamericanas y parcialmente fallido en procesos electorales como el holandés y el francés. Lo que acabó de animar a escribir sobre el tema fue la decisión de Donald Trump de eliminar la política de controles sobre la contaminación, echando por tierra los acuerdos de París sobre cambio climático, o la forma como esta misma semana el Gobierno británico planteó sus exigencias al Brexit. Verdaderas manifestaciones de soberanismo que invitan a una reflexión sobre sus posibilidades y límites.

   El tipo de decisiones unilaterales adoptadas por Trump no es un hecho tan novedoso como algunos medios pretenden. De hecho Estados Unidos de América lo ha venido haciendo con notable asiduidad en un amplio abanico de temas. A modo de recordatorio y para mostrar el amplio abanico de temas en el que este país practica un “soberanismo fuerte” podemos recordar su negativa a firmar los acuerdos de Kyoto sobre cambio climático, su negativa a someterse al Tribunal Penal Internacional o su sistemática delación a ratificar muchas de las directivas laborales de la OIT. Decisiones todas ellas que tienen efectos externos importantes para el conjunto del planeta. Reino Unido por su parte siempre ha tratado de ir al rebufo de la política estadounidense (al menos tras el final de la segunda guerra mundial y su ostensible declive como potencia imperial). No es casualidad que antes del Brexit ya haya conseguido mantener un statu quo diferenciado en la Unión Europea, una relación que le ha permitido mantener a salvo su poderoso sistema financiero y que se ha reflejado también en otros muchos aspectos (como el de jugar a la baja en lo que hace referencia a estándares laborales).

    Este tipo de soberanismo unilateral no es exclusivo del gran centro imperial. De hecho se practica de forma variable en muchos otros países. Y casi siempre afecta a aspectos regulatorios que implican a los derechos sociales y políticos, la protección del medio ambiente o el control del capital, por señalar cuestiones básicas en la definición del bienestar. Toda la red de paraísos fiscales y la competencia en términos de impuestos se realiza apelando a este principio de soberanía que se practica incluso dentro de la misma Unión Europea. Luxemburgo, Irlanda, Holanda o Bélgica (por no citar a la larga lista de paraísos sometidos a la corona británica: Jersey, Guernsey, Man, Cayman…). Países que defienden con uñas y dientes su dumping fiscal pese a participar de una unión económica que trata de imponer (y en algunos casos lo consigue) una dura disciplina en materia presupuestaria y de liberalización de los mercados. El incumplimiento de leyes ambientales o laborales esenciales no ha sido ningún impedimento para la creciente apertura del comercio internacional. Y países donde los derechos humanos más básicos son violados a diario (como ocurre en buena parte de los reinos y emiratos de la península arábiga) no tienen ningún problema para figurar como agentes económicos esenciales (y hasta de cubrir con su propaganda las camisetas de clubs deportivos punteros).

    Hay dos hechos a destacar de todo ello. En primer lugar que se trata de leyes soberanas que tienen un impacto directo sobre la calidad de vida en el propio país y generan enormes externalidades al resto de países. Algo evidente en el drenaje fiscal que generan a los Estados los paraísos fiscales o los efectos ambientales que provocan los países que no realizan un control ambiental básico. En segundo lugar, el prácticamente nulo coste que tiene para estos países la aplicación de estas políticas unilaterales. Lo que contrasta con la dureza con la que se tratan otros aspectos de las políticas nacionales, especialmente las que afectan a las finanzas.

 El poder de negociación en las estrategias soberanistas

 El soberanismo de este tipo es un modelo asimétrico: no todos los países tienen la misma capacidad de aplicarlo sin recibir el mismo tipo de respuestas externas. Estados Unidos lo ha practicado asiduamente con consecuencias casi nulas para sus intereses. Pero esta misma asimetría en la posibilidad de adoptar una u otra decisión se aprecia en otras muchas situaciones, por ejemplo en el diferente tratamiento que dio la Unión Europea a los déficits fiscales de Alemania y Francia en el período anterior a la crisis con el prodigado con los países del Sur de Europa.

El que los países puedan aplicar políticas unilaterales no quiere decir que sean inmunes a sus efectos

  El capitalismo es un sistema global. Pero su historia se ha articulado a través de pro cesos nacionales que han generado una jerarquía internacional manifiesta en la influencia que cada Estado tiene en las instituciones internacionales, en su capacidad de tomar decisiones autónomas. No se trata de una jerarquía estática (Reino Unido es un paradigma de una potencia imperial declinante), pero en el corto plazo esta jerarquía tiene una enorme importancia a la hora de delimitar la capacidad de cada cual de tomar sus propias iniciativas. No sólo por su relativa posición de poder en la esfera internacional, sino también por su posición relativa en el conjunto. Por ejemplo algunos países de Asia Oriental, como Taiwan y Corea del Sur, pudieron practicar unas políticas de reforma agraria y de desarrollo industrial que les fueron negadas a la mayor parte de países latinoamericanos. El papel de los primeros como espacios de contención del comunismo les dio unas posibilidades que se negaron en otros lugares (aunque sin duda también jugaron un papel importante las opciones de las élites locales). Algo parecido ocurre a escala estatal: las posibilidades de “sacar tajada” en las negociaciones presupuestarias del nacionalismo vasco y de los regionalistas canarios son muy superiores a las que pueden arrancar los nacionalistas catalanes debido, en este caso, a que su menor tamaño afecta menos a la política presupuestaria estatal. En definitiva, las posibilidades del soberanismo unilateral están condicionadas por el poder relativo y la situación particular de cada territorio en el contexto del sistema mundial.

   El que los países puedan aplicar políticas unilaterales no quiere decir que sean inmunes a sus efectos. El ejemplo clásico es el de la oleada proteccionista de la crisis de 1929, si otros países practican el mismo tipo de respuesta puede que al final se produzca un desastre general. No hay que perder de vista que muchas veces las decisiones se toman en términos de ceteris paribus, como si el conjunto del contexto no pudiera cambiar y sin contar que una decisión unilateral puede generar una cadena de reacciones y de decisiones que acaben por transformar el contexto inicial.

   Pero, esta asimetría es mayor cuando las medidas unilaterales afectan a regulaciones ambientales, derechos laborales y sociales e incluso a libertades básicas. Es una asimetría que no sólo puede explicarse en términos de poder internacional sino también de lógica del sistema económico y de la propia elaboración de las políticas económicas.

Política económica y competitividad capitalista

Mientras que las decisiones que afectan a variables económicas tradicionales están sujetas a numerosas regulaciones y, a menudo, pueden generar respuestas automáticas del resto de agentes mundiales o ser objeto de procesos políticos o judiciales engorrosos, no existen mecanismos similares cuando se trata de temas sociales o ambientales. La Organización Mundial del Comercio, por ejemplo, influye en las políticas comerciales de los países, igual que lo hace la Unión Europea para sus países miembros o el Fondo Monetario Internacional cuando se trata de “rescatar” a países con problemas. Pero ni existe una regulación parecida en otros campos ni en el funcionamiento de estas organizaciones se contempla la necesidad de situar en el mismo plano las cuestiones monetarias que las de otra índole.

    Hay varias razones que explican esta asimetría y que confluyen en bloquear la mayor parte de propuestas de regulación a escala planetaria: capitalismo, nacionalismo, teoría económica y complejidad construyen un coctel que favorece la desregulación global, la competencia depredadora y la dificultad de crear iniciativas globales.

La defensa a ultranza de la competencia impide que unos países impongan sanciones a otros que violan normas ambientales, laborales y sociales importantes

    El capitalismo, como sistema social, organizado a través de grandes empresas y lobbys empresariales ha articulado un sistema de normas en las que predominan las prerrogativas de la propiedad capitalista, el derecho al enriquecimiento y el tratar de blindarse ante las demandas del resto de la sociedad. Los debates de los últimos años sobre el predominio del derecho a la competencia frente a derechos sociales en la Unión Europea, los debates recurrentes sobre la articulación de grandes tratados internacionales (como el fallido Acuerdo Multinacional de Inversiones, el CETA, el TTIP y muchos otros) han permitido constatar que este es un rasgo institucional evidente en la arquitectura económica mundial. Las voces que defienden los derechos del capital siempre son más poderosas, más escuchadas que las de los sindicatos, las organizaciones de derechos humanos, las ecologistas o las mujeres. Los derechos de la propiedad y la acumulación siempre tienen definiciones más rotundas que el resto de regulaciones.

    Al fin y al cabo la acumulación de capital se sustenta sobre la base de la explotación laboral y la depredación ambiental. Sobre la posibilidad de cargar los costes sociales al conjunto de la sociedad, aunque estos costes pueden acabar generando impactos sociales que tengan un efecto boomerang sobre el propio proceso de acumulación. Lo han explicado con notable lucidez y enfoques diferentes una amplísima legión de pensadores críticos como Karl Marx, Karl Polanyi, Karl W. Kapp, James O’Connor y la mayor parte del mejor pensamiento feminista y ecologista reciente. Por esto existen en el sistema legal muchos mecanismos que previenen de la intromisión de lógicas diferentes a las de la acumulación y que dificultan cambios institucionales favorables a una reorientación de la actividad económica en una lógica diferente.

El nacionalismo es a menudo un aliado de esta orientación. Sobre todo cuando los países se conciben como unidades que compiten con otras. Y ya se sabe que donde hay competencia vale todo. Cualquier aficionado no ingenuo a algún deporte de competición lo sabe. Y como la forma más habitual de entender la competencia es por la vía de los precios monetarios, cualquier iniciativa que reduzca los costes de producción puede ser bienvenida. Y una vez más son los salarios o cualquier otro tipo de regulación que encarezca los costes los más proclives a ser considerados objetivos de competitividad. El caso de la Unión Europea, planteada más como un espacio de competencia que de cooperación entre países es paradigmático. Y muchos gobiernos nacionalistas adoptan la visión de que su mejora en el capitalismo competitivo pasa por bajar salarios, no cuidar el medio ambiente o crear un marco institucional atractivo para la llegada de inversores foráneos.

La teoría del comercio internacional como eje articulador del intercambio mundial

A estas razones que podríamos llamar “estructurales”, pues dependen del marco institucional en el que están organizadas las sociedades humanas contemporáneas debe sumarse el papel que juega el pensamiento económico dominante en la configuración de las reglas del juego. Al fin y al cabo este pensamiento económico influye en las percepciones de los políticos, técnicos y asesores que trabajan en la configuración de normas, tratados y acciones. Los intereses de los poderosos pueden ser más o menos tamizados, las demandas del resto de la sociedad más o menos consideradas según el marco de referencia cultural e ideológico que predomine en la sociedad. Y, en este sentido, el marco de referencia en materia internacional sigue siendo el de la teoría del comercio internacional.

    Según esta teoría la libertad de intercambio entre países promueve que cada uno de ellos se especialice en el tipo de producción para la que está relativamente mejor dotado. Si cada uno se especializa adecuadamente, la producción total se incrementa y, por tanto, hay un mejor suministro de bienes a repartir. Solo se requiere un marco institucional adecuado para que este producto acrecentado por la especialización se distribuya equitativamente entre todas las partes del planeta. Esta teoría cuya formulación inicial se encuentra en los trabajos de David Ricardo a principios del siglo XIX, sigue constituyendo el mantra intelectual que promueve la globalización y que a la mayoría de economistas les pone en alerta ante cualquier propuesta de regulación de los intercambios internacionales.

Hay que señalar que es una teoría cuyos resultados son válidos siempre que funcionen sus condiciones de partida. Por un lado que en el mercado se dé competencia perfecta. Por otro lado que los países partan de condiciones fijas de factores productivos que justifican las razones de su especialización.

La hipótesis de competencia perfecta sigue siendo esencial para gran parte del pensamiento económico dominante aunque es una hipótesis que supone que estamos en un mundo irreal donde existen infinidad de empresas que producen el mismo tipo de producto y ninguna de ellas tiene capacidad de control sobre el mercado, donde la entrada y salida de un mercado es totalmente libre y donde impera la competencia perfecta, donde todo el mundo lo sabe y procesa todo (una sociedad de individuos omniscientes). Ninguna de estas hipótesis es realista en un mundo donde imperan los oligopolios. Donde predomina una enorme variedad de productos (basta con acudir al armario frigorífico de cualquier supermercado para ver que el producto “yogur” tiene numerosas variantes, y si uno aún duda puede pasarse por la sección de vinos o la de compresas). Donde una parte esencial de la producción mundial está organizada a través de complejas cadenas de producción controladas desde alguna cúspide empresarial. Donde una gran parte del comercio internacional se realiza en el interior de estas cadenas y a menudo entre unidades de un mismo grupo empresarial (los coches que fabrica una subsidiaria de una multinacional en un país “se venden” a otra filial en el exterior) y por consiguiente muchos precios se diseñan para hacer aflorar ganancias allí donde interesa (como hacen muchas multinacionales de Internet en Irlanda). Donde la información no sólo es imperfecta sino que además sabemos que nuestros mecanismos cognitivos son incapaces de tratar toda la información que reciben…

La hipótesis de dotaciones fijas es también extraña. Es verdad que un país puede contar con algún recurso minero único (o compartido con unos pocos) o que el clima condiciona la producción agraria. Pero más allá de esto, la mayoría de dotaciones son transferibles de un lugar a otro de formas diversas: migraciones humanas, políticas educativas, transferencias de bienes de equipo, etc. Al fin y al cabo el desplazamiento de la producción hacia Asia ha alterado completamente las dotaciones productivas de muchos países.

Los análisis críticos de esta teoría muestran que cuando se consideran todas estas alteraciones (estructuras oligopólicas, información imperfecta, mercados segmentados etc.) el resultado cambia y las ventajas no son siempre tan nítidas. Y aún menos, ahí hasta están de acuerdo los defensores de la teoría, funcionan adecuadamente los mecanismos que garantizan un reparto equitativo de las ganancias. Cuando además se considera que las actividades económicas están sometidas a fuertes externalidades (o generan costes sociales no pecuniarios) los problemas de la eficiencia aumentan. Lo realmente sorprendente es que incluso autores que reconocen muchos de estos problemas, como Stiglitz, acaben siempre defendiendo la libre circulación internacional y confíen en que el mundo utópico (por su imposibilidad de realización) de la competencia perfecta pueda convertirse en un modelo social real.

Cada país tiene un grado de soberanía relativa que expresa su propia situación en el contexto mundial

De esta teoría discutible se decanta toda una ideología, la de dejar que las empresas funcionen libremente y, sobre todo, la de cuestionar que normas de tipo no pecuniario se impongan como frenos a la competencia de productos. La defensa a ultranza de la competencia también impide, o cuestiona, que unos países impongan sanciones a otros que violan normas ambientales, laborales y sociales importantes. Violaciones que pueden generar perjuicios importantes a la humanidad o que incluso son la base de la ventaja competitiva del país que causa una tropelía (Trump, por ejemplo, piensa que su país no tendrá represalias comerciales por el hecho de negarse a aplicar el protocolo sobre cambio climático).

    Esta ideología viene además avalada por una consideración tecnocrática. Y es que la dificultad de cuantificación de los costes sociales, de los aspectos cualitativos, genera la posibilidad de tomar decisiones discutibles. Los precios (que en sí mismo incorporan muchos aspectos institucionales, que reflejan valoraciones discutibles) son tomados como un elemento “objetivo” frente a la subjetividad de otras valoraciones. Se aduce que muchos de los controles cualitativos son armas diseñadas para promover un neoproteccionismo. Al final todo suma para impedir o, cuando menos, para obstaculizar que en las reglas del intercambio internacional puedan introducirse penalizaciones serias a los países que mantengan normas negativas en todos los aspectos sensibles.

La decisión de Trump de liquidar las políticas de control de emisiones o la May de limitar los derechos de las personas sin pagar un precio en su actividad económica exterior son el resultado de esta combinación de factores y hace imposible que desde la esfera internacional pueda influirse sobre comportamientos nacionales peligrosos. Lo lógico sería que si la economía estadounidense sigue siendo la mayor generadora de cambio climático del mundo y no toma iniciativas para rectificar el resto del planeta se le impusieran trabas a su actividad exterior, se generasen costes que favorecieran su rectificación.

Apuntes para un programa alternativo

Hay dos comentarios adicionales que se derivan de lo anterior y que afectan a la bondad del soberanismo como vía a transitar por los programas alternativos. Cuando menos obligan a repensarlo.

    De una parte señalar que la capacidad de soberanía no es una cuestión de blanco y negro. Cada país tiene un grado de soberanía relativa que expresa su propia situación en el contexto mundial. Hay un soberanismo de superpotencias y un soberanismo de pobres. Grecia, por ejemplo, podía decidir salirse del euro y denunciar la deuda, pero difícilmente podía escapar a su dependencia de suministros externos básicos, a la presión de los deudores y a una presión externa provocada por su situación geográfica (punto de llegada de refugiados, presiones militares turcas). Salirse del euro era una salida soberana pero exigía que la población estuviera dispuesta a una durísima travesía. Esto no es ningún argumento en contra de adoptar decisiones democráticas sino de que estas deben ser conscientes de la situación en las que se adoptan, del tipo de riesgos que afrontan, de la necesidad de desarrollar alianzas y estrategias. Algo que no suele abundar entre los que piensan que el soberanismo es mero voluntarismo político.

De otra parte, el soberanismo tiene su cara negra en esta posibilidad de imponer reglas injustas mientras no se cuestione el marco capitalista y la libertad de comercio. Los países son a veces responsables de estas decisiones y a veces víctimas de las de los demás. Una humanidad con derechos sociales básicos universales, con políticas ambientales sensibles, con una orientación igualitaria debe elaborar mecanismos a escala planetaria que los haga factibles. Debe romper con el modelo de globalismo imperial o de soberanismo particularista. Y esto pasa no sólo por generar dinámicas o alianzas con movimientos sociales y corrientes políticas en todo el mundo sino también por empezar a introducir pautas en las reglas de juego universales que apunten en esta dirección. Algo que ya está en algunos tratados internacionales, en resoluciones de algunos organismos, pero que requiere mayor intensidad. Por mucho tiempo seguiremos viviendo en entidades estatales, pero más que una vuelta a un soberanismo autista nos hace falta que la política local se piense en clave mundial, en clave de generar políticas cooperativas, inclusivas y generadoras de bienestar general. Trump y May representan una de las peores caras del soberanismo exclusivo (las que conducen a los Le Pen, a los Pegida, a lo peor de la tragedia europea del siglo XX). Su mal ejemplo nos puede ayudar a buscar otra forma alternativa de abordar la cuestión.

Albert Recio es profesor titular del departamento de Economía Aplicada, Universitat Autónoma de Barcelona.

Acceso al artículo completo en formato pdf: Soberanismo, globalización y comercio internacional.Tras el Brexit y el unilateralismo de Trump.